Cuando cesó el horror, hubo un silencio por parte de las víctimas; silencio que traducía su incapacidad para contarlo (ese indecible producto de experiencias extremadamente dolorosas para las que no existe un lenguaje apropiado). Entonces, todos hicimos lo mejor que se podía hacer.
Luego vinieron los «testimonios» (un intento de registrar y recuperar las huellas de un desastre moral que en sí mismo se resiste a toda representación). Se conservaron los edificios de la matanza -donde habitaba el horror-; se hicieron películas; se repitió la historia una y otra vez, para que perdurara el recuerdo de los recuerdos. Pero las películas no son más que lenguaje; y el lenguaje no puede hablar de la experiencia ajena. Y así, estos recuerdos prestados se desvanecieron, se convirtieron en pequeñeces comparadas con nuestras vidas reales. Y así se fundieron en el olvido, como lo harán nuestras propias vidas, como el agua en el agua.
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